Me espanta la frivolidad con la que nos referimos, en muchas ocasiones, a nuestros semejantes. Hoy es domingo por la mañana, hace una temperatura muy agradable y las nubes, mansas y ligeras, cruzan un cielo en el que predomina el azul. Parece mentira que tan solo tres días atrás, Cáceres se hubiera convertido en un caos provocado por unta tremenda tormenta como nadie, ni los más viejos, recuerdan. Decido dar un paseo y visito la Fundación Helga de Alvear —aprovecho estas líneas para invitar a todo el mundo a que conozca este sitio —. Cuando salgo es la una y cuarto, una hora ideal para tomar el aperitivo. Me dirijo a una céntrica y concurrida cafetería. Mientras me sirven una cerveza, muy bien tirada, no puedo evitar escuchar la conversación que dos hombres mantienen a mi lado: “Si son polacos no, tampoco los checos, pero a los moros, los rusos y los sudamericanos se les puede echar sin problemas”. “Es que esto es un coladero, no se puede dar cobijo a tanto vago y a tanto delincuente”. “Sí, pero si son de la Comunidad Europea te los tienes que comer con patatas”.”Yo creo que el francés le ha echado dos huevos, eso es lo que hace falta en todos sitios, sino al final nos invaden”. Casi me atraganto con la cerveza y un terrible escalofrío recorre mi espalda. Recuerdo, no sé muy bien porqué, la tormenta de días atrás. Me gustaría intervenir en la conversación, pero creo que es mejor mantenerse al margen. Estos tipos tienen pinta de no aceptar otra opinión diferente a la suya. Es muy lamentable que se pueda hablar de otras personas, que solo buscan aquí una vida un poco más digna que la que su tierra les puede brindar, como si se tratara de ganado: “Este no me gusta, aunque puede entrar, pero este no entra, que para eso está la ley”. Quizás ha llegado el momento de mirarnos en el espejo y ver, honestamente, en qué nos estamos convirtiendo.