Pinceladas de Porto

  
El Duero se desangra en Porto recorrido por barcos que cargan en viejos toneles de madera el néctar de los dioses. Los edificios salpican las orillas con el olor de la vida que los empapa. Un poco más allá, el inmenso Atlántico aguarda para abrazar las aguas dulces con el amor de las madres de los marineros muertos en los temporales.
En Porto, las risas son las piezas de un rompecabezas que encajan con otras piezas grises, como ocurre en cualquier otra ciudad del mundo, pero aquí las calles son como niños que se empinan para distinguir el desfile de barcas de colores que recorren el Duero en su último suspiro.
En la parte alta, la Torre de los Dos Clérigos se alza con la arrogancia de un dios, sin saber que ha sido construida con el sudor y el oro de los hombres que un día soñaron con conquistar el cielo.
Más abajo, a las orillas del río, donde un enjambre de restaurantes se ofrece a los turistas, sobre un muro triste, hay apoyada una bicicleta comida por el salitre que parece que alguien rescató del fondo de las aguas. Una bicicleta que cuenta una historia de muchos años atrás, cuando Porto estaba menos transitada por los visitantes extranjeros. Quizás tengo que pararme a escuchar lo que me dicen cada una de sus piezas, pero el tiempo que me limita me susurra que es el momento de seguir mi camino.

  
Víctor M. Jiménez Andrada
Publicado en Cáceres en tu mano, 7/agosto/2012

Qué no es escribir un libro

Escribo desde niño. Es algo inevitable que siempre me ha acompañado. Tengo, digámoslo así, la semilla necesaria en el interior (que, por otro lado, no vale de nada si no se cultiva). En todo este trayecto, como bien se pueden imaginar, se intercalan temporadas en las que no construyo una sola línea con otras temporadas en las que escribo a diario.
Hace muchos años, se me ocurrió mirar toda mi producción y me quedé maravillado: había muchas páginas. La cosa olía a algo grande. Comencé a recopilar cuentos en el procesador de texto y a ponerlos unos detrás de otros. Cuando llegué a unas cien páginas, me preparé un índice, cambié el formato de impresión y el tamaño de la letra (con lo que el volumen se incrementó notablemente). Le coloqué un título que debió parecerme magnífico y del que afortunadamente no me acuerdo, y después lo imprimí. Ya tenía escrito mi primer libro. Podía llamar a todos mis amigos y familiares y darles la gran noticia. Además la tarea me había parecido muy sencilla, casi banal. A este ritmo, pensé, puedo escribir varios libros en un año.
Nada más lejos de la realidad. Aquellos textos estaban en bruto, tal y como los había perpetrado en su día, no estaban pulidos ni corregidos (más tarde supe lo duro y necesario que es este trabajo). Lo que tenía en las manos solo era un montón de cuartillas, encuadernadas en canutillo, con unos bocetos toscos de cuentos plagados de fallos en cada párrafo.
Menos mal que fui prudente y no se me ocurrió divulgar aquella cosa, porque pasado un tiempo —y la fiebre del ego—, volví a leer “la obra” y comprendí mi error.
Reconozco que me sentí un poco decepcionado, pero con aquel primer intento aprendí qué es lo que no hay que hacer.
 
Víctor M. Jiménez Andrada
Publicado en Cáceres en tu mano 16/5/2012

Exhibicionismo


  
Le gustaba vestirse frente a la ventana. Descorría las cortinas para que la luz penetrara con fuerza. Se tomaba su tiempo y se recreaba en cada gesto. Le excitaba el hecho de que alguien pudiera mirar. Poco le importaba que la ventana diera a un gran desierto desolado donde no había un alma.
 
Víctor M. Jiménez Andrada
Publicado en AVP 26/7/2012
Ilustración: Imaginando-José Barbosa

No es más rico el que más tiene

¿Ha pensado usted que haría si llega a sus manos una gran cantidad de dinero? ¿Pagaría la hipoteca de golpe?¿Se compraría aquel coche que tanto le gusta?¿Se iría de viaje?¿Se trasladaría a vivir a la costa?¿Mandaría a la porra al insoportable de su jefe o a su cónyuge, llegado el caso?
Sabemos que el dinero no da la felicidad, o al menos esgrimimos esta frase cuando uno comprueba, no sin cierto fastidio, que al boleto de lotería, guardado con tanta ilusión a los pies de un San Pancracio de plástico made in China, no le ha correspondido ni un miserable reintegro. En esos momentos nos agarramos a la salud, como un consuelo o como una tabla de salvación ante la tristeza que nos provoca seguir en la misma situación económica. Estamos en un país donde se participa mucho en los juegos de azar, quizás porque albergamos la esperanza de que algún día nos llegará un golpe de suerte que nos cambiará la vida.
Los medios de comunicación se encargan de ponernos la miel en los labios cuando emiten programas en los que los ricos más ricos —y exhibicionistas, porque también hay ricos discretos— muestran sin pudor sus casas, sus coches, sus yates y sus zonas favoritas de compras, como sin darle importancia a nada. Ahí entra en juego una doble lectura. Mientras que los contemplamos con envidia y cierta indignación, no percibimos que de igual forma nos pueden mirar los habitantes de zonas menos favorecidas.
¿Cómo mirarán desde el África más pobre nuestra forma de vida?¿Verán derroche en lo que llamamos sociedad del bienestar?¿Se reirán, con cierta ironía, de la “grave crisis económica” en la que estamos sumergidos? Seguramente también nos observen con una mezcla de envida e indignación. No nos paramos a pensar que las mismas acciones que nos parecen frívolas en los más pudientes, las llevamos a cabo ante los ojos de quienes tal vez no tienen ni un trozo de pan que llevarse a la boca.
La humanidad, así dispuesta, forma una pirámide en la que se tiende a mirar al que está arriba. Una pirámide en la que es complicado señalar la cima, porque incluso el que se acomoda en la cúspide, tendrá algo que envidiar de la fortuna del prójimo. Lo queramos o no, hay muchas diferencias entre los habitantes de este pequeño planeta. Sin embargo, hay algo que nos iguala. Cuando uno palma, por mucha riqueza que haya atesorado, se va al otro barrio sin nada, en pelotas, tal y como vino al mundo y esto es una realidad que no admite discusión. A lo mejor es hora de darse cuenta de que no es más rico —ni más feliz— el que más tiene, y disfrutar del día a día.
  
Víctor M. Jiménez Andrada
Publicado en Cáceres en tu mano 7/5/2012

Codicia


Un día quise robarle el chupachús a un niño. Yo no tendría más de seis años, pero codiciaba aquel caramelo y odiaba a su dueño. Poco me importaba que estuviera lleno de babas, lo quería para mí. La historia terminó con la golosina por los suelos, el chiquillo con un buen sofocón y yo castigado. Años más tarde me ocurrió algo parecido con la mujer de mi jefe, pero esta vez las cosas fueron mejor.
 
Víctor M. Jiménez Andrada
Publicado en AVP 9/7/2012
Ilustración: Pura golosina. Tomás Taure Alonso

Publicidad engañosa

   La megafonía lo anunciaba como algo nunca visto. Unos enormes carteles pintados mostraban fabulosas escenas de lo que supuestamente acontecía en el interior de la caseta. Compró la entrada y atravesó la tupida cortina hecho un manojo de nervios. Allí no había más que media docena de animales famélicos, apestosos y adormilados en el interior de jaulas infames. Fue una de las primeras decepciones de su vida.
 
Víctor M. Jiménez Andrada
Publicado en AVP 25/6/2012