Confidencias

Al anochecer decidió contárselo todo. Se aseguro de quedar a solas con su amigo y, discretamente, cerró la puerta del salón. No quería testigos. El día había sido largo y los demás se habían marchado a descansar a las habitaciones. Se sirvió una copa y encendió un cigarrillo. Se sentó relajado en uno de los sillones de piel. Al principio le costó hablar. La lengua parecía dormida y seca en el paladar, pero con el segundo licor todo fue más fluido. Las ideas se amontonaban en la cabeza y sus labios no paraban de moverse en susurros. Debía aprovechar el tiempo. Quedaban muchas cosas ocultas en su corazón que tenían que ver la luz antes del amanecer.
Terminó la confesión dos horas más tarde. Se sintió aliviado, suspiró tranquilo y se levantó del sillón para servirse una tercera copa que se tomó casi de un trago. Dejó el vaso junto a la licorera, se dirigió a su amigo y lo miró detenidamente. Extendió la mano y acarició el rostro blanco e inexpresivo. Colocó la tapa del ataúd y lo sumergió en la oscuridad. Apagó de un soplido cada uno de los cirios que rodeaban el féretro, salió de allí y cerró la puerta.

 
Víctor M. Jiménez Andrada
Publicado en Un rato para un relato. Rumorvisual, 2010

El bolardo


 
Un bolardo inoportuno
     detiene mis pasos. 
Al final de la calle se ofrece,
sobre el asfalto caliente,
el trono vacío.

En sentido contrario avanza,
sin impedimento,
     un desfile de máscaras.

En el centro del cortejo, un rey,
con una corona de cartón,
     me mira y se ríe de mi desdicha.

          No puedo volver atrás,
solo queda que mis pies cansados
echen raíces en este paraíso de nada.


Víctor M. Jiménez Andrada
Publicado en LB. nº.6
Fuente imagen: http://recursostic.educacion.es/bancoimagenes/web/

Perdone, lo siento

El sueño venció su ánimo y cerró los ojos. Un leve golpe en los pies lo despertó. Tres palabras, procedente de una voz suave y modulada, se clavaron en su oído: Perdone, lo siento. Intentó incorporarse, pero le dolía todo el cuerpo. Tenía la espalda apoyada contra una pared, cerca del amplio escaparate de una zapatería. Sacudió la cabeza y encogió las piernas, hasta entonces estiradas en el suelo de cualquier manera. “Perdone, lo siento”. Las palabras sonaban extrañas y lejanas y, sin embargo, sabía que no las había soñado. Alguien le había pedido disculpas. Se frotó la cara con las manos sucias. Movió la lengua dentro de su boca y recorrió el sabor agrio de unas encías cada vez más despobladas. Se desperezó con fuerza y bostezó ruidosamente. Su mirada enmarañada se clavó en la lata roñosa que estaba junto a él. La tomó en las manos y la sacudió levemente. El sonido de unas pocas monedas le tranquilizó. Nadie había metido mano en su hacienda. “Perdone, lo siento”. El eco de aquella frase latía en su cabeza confusa. Tomó el cartón de vino y lo acabó de un trago. Miró a la izquierda, la gente pasaba con la indiferencia de siempre. Miró a la derecha y entonces lo vio. Era un hombre joven, bien vestido. Avanzaba muy despacio, con pasos torpes, casi pegado a la pared. En su mano derecha llevaba un bastón de ciego. Sonrió con amargura.

 
Víctor M. Jiménez Andrada
Publicado en Un rato para un relato. Ed. Rumorvisual, 2010

Los sonidos del insomnio


  
La levadura fermenta al calor de hornos ancestrales
en el momento que la sirena de un coche patrulla
clama en la oscuridad impenetrable
de miles de almas dormidas.
El llanto desconsolado de un bebé
rebota en las esquinas
del cuarto donde habitan los anhelos.
El filamento de una bombilla vieja
incendia el bosque de sombras
y unos ojos parpadeantes, para los que todo ha acabado,
se abren con el escozor que provocan las heridas sin cicatrizar.
          Se respira en el horizonte de las horas
                        el preludio de otra noche de insomnio.



Víctor M. Jiménez Andrada
Publicado en Versos del Insomnio. Ed. Letras Cascabeleras A.C., 2012

Todos los hombres

    
Sabía que lo tenía que matar. Cuando ingresó en la Organización empezó con trabajos menores, pero ahora había logrado, por fin, la oportunidad anhelada. Ganaría mucho dinero, aunque debía acuñar el valor suficiente. No era lo mismo romperle las piernas a un desgraciado comerciante chino que cargarse al director de una gran empresa. Lo conocía por fotografías, no le era especialmente antipático, ni tampoco cercano. En realidad le parecía indiferente. Creía que el trabajo sería sencillo. Pero en ese momento, sin saber muy bien porqué, a su mente vino la imagen de un brócoli y de repente una idea terrible anidó en él.
—Si mato a un hombre, será como matar a todos los hombres —pensó en voz alta —, mancharé mis manos con la sangre de toda la humanidad y no quiero cometer ese crimen. Si mato a ese hombre y con ello acabo con toda la humanidad, como soy un hombre, también moriré. Pero tengo un compromiso y siempre cumplo mi palabra. Haré el trabajo.
Su cabeza se quebraba en esas divagaciones mientras terminaba de montar mecánicamente el cargador en la pistola.
—¿Y si me mato yo? —sonrió como si hubiera encontrado las respuestas a todas sus dudas —. Si acabo conmigo, como también soy un hombre, acabaré con la humanidad y por lo tanto con mi víctima, así cumpliré mi misión sin remordimientos.
Se apuntó a la sien y se descerrajó un tiro. Murió en el acto. Nadie le había explicado que a la teoría de los fractales no se le puede aplicar la propiedad conmutativa.

Víctor M. Jiménez Andrada.-
Publicado en LB nº. 6

Pósit


Al fondo de la nevera
aún guardo un pastel podrido
que siempre reservé
para un momento especial.
    
      (Ya no olvido
       comerme las cerezas
       antes del otoño)



Víctor M. Jiménez Andrada

Publicado en LB. nº. 6

Letras Breves nº. 10

Ya está disponible Letras Breves nº. 10 en los puntos habituales de distribución y también a través de internet. Se puede descargar, imprimir y plegar como un tríptico aquí: Letras Breves Nº. 10
Los números atrasados están en la sección LETRAS BREVES de este blog.

  

Telarañas


El hombre camina por el paseo. Golpea con su pie algo metálico y brillante que sale rodando. Llama su atención y se agacha para recogerlo. Se lo pone en la palma de la mano, lo observa con detenimiento, mira a ambos lados y se lo guarda en el bolsillo del pantalón. Sigue su camino y sonríe. No lejos de allí, el diablo vuelve a sorprenderse de la facilidad que tiene a la hora de engañar a los seres humanos.
 
Víctor M. Jiménez Andrada.-
Publicado en AVP 18/12/2012
Fuente ilustración: http://recursostic.educacion.es/bancoimagenes/web/