Veraneantes

La tarde cálida de julio atrapa, perezosa, almas dispares bajo un cielo salpicado de jirones rosas. Los barcos de recreo recorren un mar tranquilo y dejan tras de si una estela blanquecina sobre el azul cristalino y rizado de las aguas. La brisa acaricia, suave, el alma dolorida de los poetas y cierra heridas pero no cicatrices. Las tempestades han quedado olvidadas y ahora el mar, generoso en regalar sus bienes, ofrece sólo la calma.
Desde la atalaya del paseo marítimo, el aprendiz, con un lápiz en la mano, abre su libreta y comienza a derramar palabras sobre el blanco inmaculado y liso del papel. Observa, como un vigía, la inmensa e imposible novela coral que ante él se extiende. Ve dos muchachas jóvenes que pasean, un grupo de niños que juega en la orilla a esquivar olas, una pareja que, en silencio, mira al mar, un hombre con camiseta amarilla que porta una silla plegable de rayas, una familia alrededor de una vieja sombrilla compartiendo la escasez de su fruto fresco... Cada vez que levanta la cabeza del papel ve cientos de historias que podrían descargar muchas plumas. Entonces percibe que la esencia no está en el mosaico de gentes sino en el conjunto que forman con la belleza del entorno que comparten. Mientras tanto el mar, como principal protagonista, sigue dibujándose con la indiferencia de los siglos.

Víctor Manuel Jiménez Andrada

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