Sala de espera

Tenía cita a las diez y media y eran más de las once.

—Por eso nos llaman pacientes —pensó mientras un ratón le roía los pilares de la cordura.

No pudo reprimir una sonrisa irónica. Había cinco personas en la sala de espera que charlaban. Él se mantenía en silencio, odiaba aquellas conversaciones vanas y estúpidas. Intentó concentrarse en el libro que tenía en las manos. Consiguió leer un par de páginas, pero pronto su cabeza voló por un cielo lleno de incertidumbre. Se abrió la puerta de la consulta y salió el paciente que estaba en su interior. Luego apareció la enfermera y leyó un nombre de la lista que portaba. Alguien se levantó y la siguió. Cerró el libro definitivamente. Los minutos goteaban lentos. Casi no había dormido las últimas noches y el cansancio se le incrustaba, como un terrible replicar de campanas, en las sienes. Alguien más llegó, era una mujer joven. Se sentó en la primera silla vacía, sacó una revista de un bolso grande y se puso a leer.

—Si no me llaman pronto me voy a volver loco —acompañó el pensamiento con un suspiro profundo. Su gesto provocó la mirada desconcertada del anciano de la silla de al lado.

La puerta volvió a abrirse. Salió el paciente y tras él, la enfermera. Esta vez pronunció su nombre, recreándose en cada sílaba. Su vida se acababa de convertir en una bifurcación y él no podía elegir el camino.


Víctor Manuel Jiménez Andrada
publicado en Cáceres en tu mano, 15/9/2011

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