Al anochecer decidió contárselo todo. Se aseguro de quedar a solas con
su amigo y, discretamente, cerró la puerta del salón. No quería testigos.
El día había sido largo y los demás se habían marchado a descansar a
las habitaciones. Se sirvió una copa y encendió un cigarrillo. Se sentó
relajado en uno de los sillones de piel. Al principio le costó hablar. La
lengua parecía dormida y seca en el paladar, pero con el segundo licor
todo fue más fluido. Las ideas se amontonaban en la cabeza y sus labios
no paraban de moverse en susurros. Debía aprovechar el tiempo.
Quedaban muchas cosas ocultas en su corazón que tenían que ver la
luz antes del amanecer.
Terminó la confesión dos horas más tarde. Se sintió aliviado, suspiró
tranquilo y se levantó del sillón para servirse una tercera copa que se
tomó casi de un trago. Dejó el vaso junto a la licorera, se dirigió a su
amigo y lo miró detenidamente. Extendió la mano y acarició el rostro
blanco e inexpresivo. Colocó la tapa del ataúd y lo sumergió en la
oscuridad. Apagó de un soplido cada uno de los cirios que rodeaban el
féretro, salió de allí y cerró la puerta.
Víctor M. Jiménez Andrada
Publicado en Un rato para un relato. Rumorvisual, 2010
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