El sueño venció su ánimo y cerró los ojos.
Un leve golpe en los pies lo despertó. Tres palabras, procedente de una
voz suave y modulada, se clavaron en su oído: Perdone, lo siento.
Intentó incorporarse, pero le dolía todo el cuerpo. Tenía la espalda
apoyada contra una pared, cerca del amplio escaparate de una zapatería.
Sacudió la cabeza y encogió las piernas, hasta entonces estiradas en
el suelo de cualquier manera. “Perdone, lo siento”. Las palabras sonaban
extrañas y lejanas y, sin embargo, sabía que no las había soñado. Alguien
le había pedido disculpas. Se frotó la cara con las manos sucias. Movió
la lengua dentro de su boca y recorrió el sabor agrio de unas encías cada
vez más despobladas. Se desperezó con fuerza y bostezó ruidosamente.
Su mirada enmarañada se clavó en la lata roñosa que estaba junto a él.
La tomó en las manos y la sacudió levemente. El sonido de unas pocas
monedas le tranquilizó. Nadie había metido mano en su hacienda.
“Perdone, lo siento”. El eco de aquella frase latía en su cabeza confusa.
Tomó el cartón de vino y lo acabó de un trago. Miró a la izquierda, la
gente pasaba con la indiferencia de siempre. Miró a la derecha y entonces
lo vio. Era un hombre joven, bien vestido. Avanzaba muy despacio, con
pasos torpes, casi pegado a la pared. En su mano derecha llevaba un
bastón de ciego. Sonrió con amargura.
Víctor M. Jiménez Andrada
Publicado en Un rato para un relato. Ed. Rumorvisual, 2010
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