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Ahora que la tarde se derrumba
en el soliloquio de mis ojos,
cuando parece que la punta del dardo
yerra en la diana de la carne,
detengo la arena de los relojes
para respirar hondo
el aroma que desprenden
estos anaqueles.

Palabras que no traicionan
aguardando, como Lázaro en su tumba,
que la mirada del resucitador
se pose sobre ellas.
Es entonces cuando surge
el verdadero hechizo
que nos hace levitar
más allá de estos muros.

Las páginas se transforman
en las alas del Pegaso
que salvo a un tal Bukowski,
y a tantos otros,
y que me salvarán a mí
de estas cadenas de ignorancia
que me llagan los tobillos.

Palabras que no traicionan,
atemporales y eternas,
custodiadas en este templo
de dioses inmortales.

Afuera la noche canta su preludio,
pero yo estoy muy lejos:
viajo sobre una nube de letras
más allá de mí.

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