El quincallero

    El viejo quincallero descosía los rayos de la luna para darle brillo a su mercancía en el corazón amargo de las madrugadas. En el alféizar de los amaneceres, hacía sonar los cachivaches y despertaba las ilusiones de algunas almas solitarias.
    Caminaba por los mercados y por las calles de pueblos en los que era siempre el extranjero sobre el que se vertía una aleación incandescente de desprecio y desconfianza. Cargaba con la mercancía sin descanso bajo las miradas flagelantes de las dudas.
    Así, comerciando con las cosas casi sin importancia, casi sin valor, intentaba que en su mesa no faltara el pan para sus hijos. En la intimidad de sus oraciones, solo la quimera de una vida mejor para ellos le hacía sonreír a un Dios lejano y severo.
    Luego llegaron los otros. Los que mancharon su oficio y su nombre con el delito, con el robo y con la desesperación que les galopaba por las venas. Eran los que manejaban la navaja con la intención de la serpiente herida.
    Han dado muchas vueltas las norias, y ya no queda nada de aquellos quincalleros. Los grandes bazares han sustituido a las humildes cestas de mimbre. Pero aún tenemos la poesía de sus gestos prendida a la memoria: los versos nos cuentan que dentro de cada uno palpita un corazón ambulante.

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