El recital

    Cuando finalizó el recital, el poeta se quedó desnudo sobre el escenario. Con cada uno de los versos se fue desprendiendo de las vestiduras falsas y las máscaras con las que había opacado su existencia a lo largo de los años. Su alma fue alcanzando una transparencia inusitada ante la mirada atónita de los espectadores, entre los que se encontraban, como siempre, sus amigos más cercanos y queridos.
    Ya lo había advertido en los días previos: aquel acto no sería un recital común. Sentía la necesidad apremiante de poner algo de luz a sus rincones más ocultos, rescatar poemas que hasta entonces había vetado por su sinceridad descarnada e incómoda.
    Después de leer la última pieza, con una voz lenta y acompasada, las caras de asombro sustituyeron a los aplausos habituales. El silencio se extendió como una fina lámina de caramelo que nadie se atrevía a romper con palabras vulgares.
    El poeta bajó de la tarima, salió del local y echo a correr.
    Dicen que lo vieron, con toda su desnudez, por la avenida principal. A su paso caían las hojas de los árboles que formaban una tupida alfombra que le evitaban la dureza del pavimento en sus pies descalzos. Un niño le señaló con el dedo, reconociendo en su figura extraña un halo de inocencia.
    Nunca más volvió a saberse de él tras aquella tarde. Algunos amigos creyeron que se encerró en su casa entre montañas de libros. Otros dijeron que huyó a tierras lejanas en las que buscar nuevas máscaras para ocultar aquello que ya todos conocían. A ninguno se le ocurrió leer un último poema que había abandonado en el atril. Allí anidaban todas las preguntas, porque, como sabemos, la poesía no da respuestas, sino lo contrario.

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