La soledad del ciclista urbano

No es sencillo avanzar con una bicicleta por la ciudad. Las aceras están llenas de peatones que no permiten que invada su espacio ningún vehículo y por el asfalto rugen animales movidos con motores. El carril bici es casi una utopía y de poco valen unos cuantos kilómetros por la periferia, que también se empeñan en ocupar los peatones que buscan lugares diferentes por los que pasear para quemar kilos y bajar sus niveles de colesterol. El ciclista urbano recorre cada mañana su trayecto como si tuviera que pedir prestado el espacio que ocupa, mientras respira el humo que vomitan los coches a un aire que cada vez es menos aire. Muchas veces ha pensado abandonar su bicicleta y coger el autobús.
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Hay demasiados obstáculos contra los que luchar y ya es bastante complicada la vida como para quererla complicar aún más con algo de lo que puede prescindir. Sin embargo, pronto espanta de su cabeza esa idea. Su forma de desplazarse le gusta, le da libertad y le hace feliz. El recorrido de casa al trabajo y del trabajo a casa, pedaleando tranquilamente, con el aire acariciando su rostro y a veces con una lluvia inoportuna que molesta mucho menos que la intransigencia de los otros, es su momento del día. Conoce bien las dificultades y sabe que hay situaciones de peligro. Si alguna vez se descuida, y la noche llega antes de lo previsto, el ciclista se juega entonces la vida, porque la oscuridad parece que lo hace aún más invisible a los ojos que no quieren ver. En ocasiones, el ciclista se cae o mejor dicho, le hacen caer. Si tiene suerte y puede ponerse en pie, no le quedará más remedio que sacudirse el barro de las piernas, limpiarse con un pañuelo los rasguños y levantar la bici para volver a subirse a ella. Mientras llega a su destino pensará de nuevo en lo absurdo de su afición y tendrá que pelear contra sí mismo para volver a hacer lo que más le gusta.

Hace unos días, me crucé con el ciclista. Marchaba muy tranquilo, mirando al frente. En sus labios intuí la sonrisa del que está viviendo un instante agradable, pero sus ojos escondían algo que entendí como tristeza. Iba solo y su soledad vino a recordarme la que todos tenemos en nuestro interior. Los caminos por los que deambulamos están plagados de trabas y no son propios, sino que nos los han prestado temporalmente, siempre que transitemos por ellos despacio, en silencio y sin molestar a los demás, procurando pasar inadvertidos. El equilibrio sobre dos ruedas es complicado cuando el aire de cientos de coches azota a gran velocidad y después de todo, una bicicleta es tan frágil como la vida.


Víctor M. Jiménez Andrada
publicado en Cáceres en tu mano 17/1/2012

1 comentario:

Alfonso Carabias dijo...

Buen recuerdo a los ciclistas cuñao.

Un saludo.