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Poema vencejo

(1) La poesía tiene fuertes alas para volar igual que los vencejos: sin detenerse casi nunca.  Se alimenta de todas las palabras que encuentra por los puntos cardinales, no repara en mezclar cientos de idiomas, pues su dieta es mestiza.  Atesora el instinto de los nómadas  —tan arcano y tan bello—  para recorrer los cielos del mundo sin saber qué son las tristes fronteras que construyen los hombres.  (2) Los vencejos —¿o he dicho los poemas?—  navegan en los libros más hermosos sobre océanos de espacio y de tiempo, también bajo la tierra, en la fibra óptica que penetra los muros de las casas. Jamás pueden vivir entre barrotes {poemas y vencejos}.   Algunas veces hacen una pausa para anidar en las cabezas fértiles de los poetas. Y así se reproducen en los ciclos eternos de la vida.

La muchacha del ambigú

No pasaba de los quince años y tenía el desparpajo de las tenderas del mercado. Despachaba chucherías y palomitas, que desprendían su aroma inconfundible, con una sonrisa mientras no paraba de hablar. Sabía ofrecer el género que se exhibía tras un mostrador acristalado. Aquel expositor representaba la frontera que ella gobernaba y que nos separaba del soñado paraíso de azúcar y sal. Pero a mis doce años ya había hecho otros descubrimientos y no solo me tentaba la desmesura de aquellos manjares. Ella, Martita la del ambigú —como la llamábamos— me tenía loco. El cine del pueblo era uno de tantos negocios familiares. El padre de Martita se había atrevido a arrendarlo para su explotación, después de varios años cerrado. No corrían malos tiempos entonces para disfrutar del séptimo arte en las salas. Ni siquiera los videoclubes habían comenzado a imponer su reino, tan efímero. La madre de Martita ejercía de taquillera: una señora de temperamento áspero que estaba en las antípodas de su hija,...

El baño del general

El general llega a su casa después del desfile de la victoria. Se quita la gorra, las medallas, las botas, los correajes y el uniforme. Lo deja todo ordenado, como hace siempre. Diluye el gesto marcial que tiene dibujado en su rostro mientras se introduce en la bañera llena con agua caliente y espuma. Un rato después sale temblando, como un animalillo desvalido y muerto de miedo. Su mujer lo cubre con una toalla mullida, lo abraza y le canta una vieja canción infantil.

Pequeños detalles

Ya solo me queda presidir el desfile amargo de mis penas. Entre todos han carcomido los cimientos de mis ilusiones, las que fui construyendo con lentitud de artesano al amparo de tus ojos. Esa mirada tan pura y magnética que me ha acompañado hasta hoy y que, a pesar de todo, quiero preservar para siempre en lo más hondo, allí donde se oculta lo inconfesable, lo más importante, lo que hace que mi corazón espere, aun con tristeza, cada nuevo amanecer. Y bien sabe Dios que no es solo la hermosura que desbordas, sino ese apretado racimo de virtudes tan peculiares que exhibes, sin darte cuenta, como el mejor collar de perlas. Mujer culta, comprometida, generosa, experta en Letras, dulce y paciente, mujer única. Y vuelvo a tus ojos divinos, zaguanes transparentes de tu alma. ¿Cómo no enamorarme perdidamente de ti? ¿Sabes cuánto tiempo te busqué? Y hoy las palabras necias del funcionario me han destrozado, pero él no es nadie para prohibir que te ame. Hasta ahí podíamos llegar. Sabes que nunc...

Efectos secundarios

La lengua del camaleón moja los labios de los poetas para despojar las palabras de su transparencia dolorosa. Al abrigo de la luna nueva la sutura de los versos hostiga la piel de las manzanas verdes. Un carámbano de fuego se columpia en la cuenca de los ojos y palpa la hendidura de los tuétanos profundos. Las últimas letras son los embriones que apuntalan la ruina y salvan a los náufragos.

Noche de lobos

A horcajadas de una promesa vana aderezo las tinieblas con la luz de un farol, pero el suplicio habita en terribles palabras escritas con tinta indeleble en el reverso de los ojos. Dicen que la noche en el monte es para los lobos, me pregunto para quién es la noche en esta selva de cemento y luciérnagas artificiales. Quizás es el momento de bajar de mi cabalgadura y seguir a pie, lejos del riesgo controlado que se compra en las esquinas.

El quincallero

     El viejo quincallero descosía los rayos de la luna para darle brillo a su mercancía en el corazón amargo de las madrugadas. En el alféizar de los amaneceres, hacía sonar los cachivaches y despertaba las ilusiones de algunas almas solitarias.     Caminaba por los mercados y por las calles de pueblos en los que era siempre el extranjero sobre el que se vertía una aleación incandescente de desprecio y desconfianza. Cargaba con la mercancía sin descanso bajo las miradas flagelantes de las dudas.     Así, comerciando con las cosas casi sin importancia, casi sin valor, intentaba que en su mesa no faltara el pan para sus hijos. En la intimidad de sus oraciones, solo la quimera de una vida mejor para ellos le hacía sonreír a un Dios lejano y severo.     Luego llegaron los otros. Los que mancharon su oficio y su nombre con el delito, con el robo y con la desesperación que les galopaba por las venas. Eran los que manejaban la navaja...