El curso del 91

Esto está muy oscuro. Creo que ya nadie se acuerda de mí. Yo, que siempre estuve en el centro de los mejores acontecimientos. Pero ahora, miradme, aquí olvidado en una caja de cartón en el fondo del trastero, con un montón de cacharros inútiles de aquella época y de otras anteriores. El curso del noventa y uno fue fabuloso. Teníais que haberme visto. Llegué a aquel piso de estudiantes de forma casual. Compraron varias botellas en el supermercado de la esquina para celebrar el reencuentro entre ellos y el tendero me regaló. Aquellos chicos fumaban mucho y siempre me tenían lleno de colillas. Bien hice mi oficio durante los meses que estuve allí. Alguna vez, cuando ya se derramaba la ceniza por mis bordes, un alma caritativa me vaciaba y me pasaba bajo el refrescante chorro del grifo de la cocina. Fui el mejor compañero de estudios, de tertulias y también de fiestas, porque todos recurrían a mí los viernes y sábados por la noche, cuando en el piso se juntaban más de veinte personas. El tiempo pasó volando, llegó junio y el reparto de enseres comunes, entre los que me encontraba. Los chicos me rifaron y terminé en casa de un aspirante a juez. Aún le acompañé mucho tiempo sobre su mesa de estudio. Luego sacó las oposiciones, se casó y se fue a vivir lejos, pero me llevó con él, como un trofeo. Al poco tiempo dejó de fumar y mi presencia le inquietaba y debilitaba su voluntad. No me tiró a la basura porque le traía buenos recuerdos, pero me quitó de su vista y me enterró en esta tumba desde la que ahora os hablo. Sé que mis días pasaron y que en cualquier momento, en una de las limpiezas periódicas, alguien verá mis colores desvaídos y requemados y terminaré formando parte de los residuos de los que hay que deshacerse, pero al menos me queda el consuelo de haber vivido mucho.


  
Víctor M. Jiménez Andrada
Publicado en Cáceres en Tu Mano 7/sep/2012

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