El pan de los vencidos


El miedo convertía sus palabras en leves susurros.Corrían malos tiempos para los vencidos. A la caída del sol y con el toque de queda, los soldados arrancaban de sus hogares a decenas de personas que, como ratones indefensos, se ocultaban en los agujeros más infames con la esperanza de vivir una noche más. Había que pasar desapercibido.
Dos hombres compartían poco más de media botella de vino recio alrededor de una mesa. La habitación era miserable, carecía de ventanas y rebosaba humedad y suciedad. Se iluminaban con una gastada vela. Maldecían entre dientes y ahogaban su impotencia en falsas esperanzas. El hambre merodeaba sus hogares. No había pan para los hijos de los traidores.
El robo se pagaba con la vida, pero había que arriesgarse. No era lo mismo buscar la muerte que la muerte los encontrara humillados y cruzados de brazos. Así, cada dos o tres noches, se echaban a la calle y amparados en las sombras alcanzaban las primeras huertas. En saquitos de tela metían todo aquello que se podía comer.
Cuando no había suerte volvían a casa con la patrulla pisándoles los talones y un puñado de raquíticas cebollas en el saco.
Si la noche se daba bien podían capturar algún gato. En esas raras ocasiones un delicioso olor a patatas con carne se esparcía por el vecindario a la mañana siguiente. A esas mismas horas y en alguna casa cercana se lloraban las desgracias de la madrugada.

Víctor Manuel Jiménez Andrada
Publicado en "En Sentido Figurado" año 3 nº.10 - agosto 2010

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