La conquista



Cristóbal Colón, retirado del oficio de navegante fracasado y cartógrafo de poca monta, camina tranquilamente por la orilla del Guadalquivir. Su escasa hacienda le permite vivir a duras penas, pero no piensa en ejercer ningún otro empleo y prefiere mendigar a doblar la espalda. El paseo le lleva a las afueras de Sevilla, siguiendo el margen del río. Se sienta en una piedra a contemplar el curso tranquilo del agua. Es octubre, pero la temperatura es agradable a esa hora de la tarde. De repente los ve aparecer. Varias decenas de extrañas embarcaciones remontan el cauce en dirección a la capital. Son barcas alargadas y estrechas, dirigidas por pequeños hombres de torso desnudo y cobrizo y largos cabellos. Visten raros ornamentos plumíferos y coloridos taparrabos. La embarcación de cabecera se dirige a él. Cristóbal se pone en pie y queda paralizado por el miedo. Llegan a la orilla y se bajan de la barca haciéndole gestos amistosos. Le muestran varias cajas grandes de cartón en las que se pueden leer, rotuladas, las palabras “Tabacos de América”. Después de conversar largamente y de fumar decenas de cigarrillos, Cristóbal llega a un acuerdo con los visitantes extranjeros. A partir de ese momento se dedicará a introducir en el Viejo Continente el delicioso producto. Pronto encuentra socios en los bajos fondos, que clandestinamente, comienzan a mover la mercancía. Todo aquel que lo prueba queda enganchado y a los pocos años, la maldición americana se extiende en los pulmones de una Europa conquistada por un humo gris y aromático.
   
Víctor M. Jiménez Andrada
Publicado en LB n.2

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