Francisco despierta al sol viejos recuerdos. En el juego alborotado
de los niños reconoce los matices perdidos de los primeros pasos. Su
vida, ahora sencilla, se asienta en pilares de tristezas
Le gusta pasear por el parque y detenerse a contemplar el paso del
tiempo. Mira sin disimulo a los ojos de la gente. Cree que así desnuda
el alma de los otros. En la soledad de su casa se rodea de cientos de
libros y se pasa las horas escribiendo poemas. Sus versos parecen obra
de un artista joven, pero Francisco pasa ya de los ochenta.
Una vez contó a sus hijos que guardaba montañas de cuadernos llenos
de poesías. Esperó despertar interés, un silencio indiferente fue la
respuesta.
Martita, su nieta pequeña, es distinta. Le encantan los libros.
Quiere ser escritora y lo hace bien. Lee con entusiasmo los cuadernos de
su abuelo y le promete que algún día los publicará. Francisco entonces
deja ver unos trazos de felicidad en su rostro. En la chiquilla
distingue el reflejo de antiguas ilusiones.