El altar de los sacrificios


Amparado en la oscuridad de la noche, mi figura recorre las calles más sombrías. Busco almas semejantes para alimentar mi sed eterna, para aplacar, aunque sea por unas breves horas, la necesidad terrible que me atormenta. Oculto mi rostro para no ser reconocido. No siento vergüenza, pero mi condición debe guardarse de las miradas inquisitivas.
  
Esta noche, como tantas otras, Magdalena va de mi mano. Ella también está hambrienta. Ella busca, igual que yo. Su sed, como la mía, es eterna. Somos criaturas de la misma especie, su instinto es de depredador.
  
Llegamos a un punto acordado. Nuestro coto por esta noche. Hoy somos ocho en la Comunidad. Nos cazamos y nos devoramos unos a otros, sin piedad alguna. La batalla es feroz. Cada uno de nosotros posee por un momento el ansiado y efímero cáliz para derramar en los labios unas gotas del néctar que contiene. 
  
Antes que el alba rompa el horizonte, todo termina. Luego, como animales acorralados, escapamos y nuestras figuras se pierden, alejándose sin demora del altar de los sacrificios. Pero dejamos marcado el rastro suficiente para volver a encontrar el camino en un futuro que no se antoja muy lejano.
  
Llega la mañana, abro los ojos. Magdalena duerme junto a mí plácidamente. Su cara refleja la paz de quien ha satisfecho sus deseos. Acerco mi nariz a su boca y puedo oler los últimos restos del aroma que delata un gran banquete. Beso sus labios. Ella despierta, parpadea un poco y me mira. Sonríe y, como una gata, estira sus extremidades, desentumeciendo los músculos del breve descanso. Acaricio su rostro sin mediar palabra.

De pronto, se levanta, se sienta frente al ordenador, siempre encendido, y abre su correo electrónico. La miro y sonrío. Es hora de preparar el café.

(abril 2008)
v.m.j.a.