Una taberna en Elvas

    El hombre llega a la taberna de siempre cuando el reloj de la torre marca las cuatro de la tarde. Es un rito que cumple invariablemente desde que se quedó viudo hace quince años. Sus hijos echaron raíces en la capital, aquí el trabajo escasea y sus horizontes apuntaban hacia el inmenso Atlántico. Entra en la taberna y solo entonces se quita la gorra. Viste de negro, es su tradición llevar el dolor pegado a la piel. Nunca pensó en rehacer su vida, porque su vida era ella. Solo le queda la rutina sencilla de la inercia, los paseos en primavera por el parque, la lectura del periódico en la biblioteca municipal y la conversación con algún amigo de la juventud para enumerar ausencias.
    Su mano temblorosa lleva la taza a unos labios castigados por el paso del tiempo, la intemperie y la terrible sequía de besos desde que ella marchó. Sus ojos, sin embargo, no son tan tristes. Reflejan el tiempo pasado y las cicatrices de los días felices. La esperanza es entonces el recuerdo; y el recuerdo es el rosario de cuentas cíclicas que desgrana cada tarde en la taberna para el que quiera escucharle.

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