La polilla

Una polilla entró por la ventana de su habitación. Revoloteó sin rumbo y cayó muerta en el suelo, igual que si hubiera sido fulminada por un rayo invisible. La tomó por las alas conmovido y pretendió acunarla sobre la palma de la mano. Observó con ternura el cuerpo inerte mientras pensaba en los caprichos del destino. Se asomó a la ventana, necesitaba un poco de aire fresco. La desoladora imagen del patio de luz le abofeteó: aquellas paredes derramaban grises sin pudor. Se retiró a la cama, se tumbó como si le hubieran abatido. Un dolor intermitente se apoderó de sus sienes y le nubló el ánimo. Colocó la polilla sobre el pecho y clavó la mirada en el póster desvaído del Malecón de la Habana. Así se quedó dormido.
 
Lo despertó el sonido del teléfono. Las noticias eran terribles, debía regresar inmediatamente. Recogió sus pocas pertenencias en una mochila, saldó las cuentas del alquiler y empleó los últimos ahorros para el billete de avión. No se despidió de nadie, porque no había nadie de quien despedirse. En el aeropuerto, antes de embarcar, procuró sacudirse bien los zapatos para no llevarse nada de recuerdo de aquellos seis años, salvo la pequeña polilla, que yacía en una cajita de cerillas al fondo de la mochila.
 

 

No hay comentarios: