Las dudosas virtudes de soñar

Una diosa de belleza sublime los bendecía bajo un cielo despejado de incertidumbres. Ellos, en el centro de un huerto preñado de aromas, mordían la carne inagotable de las frutas más deliciosas, mientras sonaba una música que no podía haber compuesto ningún ser humano: solo los ángeles sabían interpretar aquella partitura escrita en el fondo de un lago transparente.

Les gustaba soñar con una vida mejor. No corrían buenos tiempos y con eso aliviaban un poco el peso de una existencia miserable que los había arrastrado por los caminos de la infamia. Pero para soñar debían tener los párpados cerrados y nunca llegaron a conocer las maravillas que alguna vez acontecían frente a sus ojos inútiles: el brillo fugaz de la realidad palpable o la esperanza que asomaba detrás de las tapias ocres del dolor.

Cuando un día decidieron despertar, tal vez alentados por el canto fugaz de un pájaro, solo consiguieron ver cómo se perdía en el horizonte el contorno del último tren. Entonces no les quedó otro consuelo que cerrar los ojos para volver a soñar.

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