Desde el principio aquella cara le resultó conocida. «No es posible», pensaba. Se había marchado de allí con dos años. Su familia había muerto en oscuras circunstancias y un tío suyo se hizo cargo de él. Muy joven encontró la vocación y en cuanto tuvo la edad ingresó en el seminario. Había regresado a su pueblo natal como nuevo párroco, después de ordenarse y de varios años en las misiones. «Es la voluntad de Dios», se repetía en sus oraciones.
Los ojos de aquel viejo le eran muy familiares. Había algo en ellos que le daba miedo. Era una sensación extraña que no podía relacionar con nada, pero que le producía una honda inquietud.
El anciano, como buen devoto, fue a confesar una tarde. Entonces se despejaron todas las dudas. El hombre descargaba su conciencia a la vez que él cargaba el alma con pesadas alforjas. El secreto de confesión lo libraba de la justicia humana, pero no podía protegerlo de la sed de venganza.
Una noche, una patrulla de policía encontró al párroco en un apartado callejón cosiendo al viejo a puñaladas. Cuando lograron detenerlo, el hombre había muerto. Esposado y camino al coche de policía, el cura solo acertaba a decir: «Ego te absolvo...».
Ego te absolvo
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