Hay una convención de vendedores en la playa. Aparcan sus «vehículos» junto a la orilla. Las carretillas de mano, de las que se usan en las obras, se convierten en el medio ideal para transportar por la arena las pesadas neveras de corcho cargadas de latas y botellas. Charlan un rato, todos parecen de la misma familia. Luego se despiden con efusión y cada uno toma su camino. Mientras empujan las carretillas bajo el sol abrasador de julio, tocan el silbato para llamar la atención y a veces pronuncian sus monótonas arengas comerciales. Un tal Miguel lleva la voz cantante. Los demás han tomado la ruta que les ha indicado. Nadie sabe, ni siquiera su madre, que echa la buenaventura cerca del puerto a los turistas, que para él será el último día de su vida.
Al caer la noche se implica en una reyerta por defender a un primo metido en un asunto de drogas. Hablan las navajas y las pistolas en un combate desigual.
Una semana después otros brazos llevarán la carretilla. Su madre traspasará el negocio. Las lágrimas son inútiles contra el hambre. A Miguel ya todo le dará igual.
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