Presagio

 
Andrea deja que la tarde de primavera se derrame lenta, con los sonidos y los aromas dulzones que se cuelan por la ventana abierta y que lo invaden todo a su paso. Tantas huellas de vida desbordante la hunden aún más en sus pensamientos oscuros. Está sentada en su sillón de lectura y tiene en el regazo a Gus. Lo acaricia con cariño y el felino le responde con un ronroneo acompasado, se diría que impregnado de cierta tristeza. Unas lágrimas empañan sus ojos y hacen que la estancia tome un aspecto onírico y maldito. Se limpia con el dorso de la mano, en un movimiento brusco. El gato le clava una mirada ámbar que parece pedir perdón.
Ella había oído hablar de la intuición de los animales, de ciertos sentidos que el ser humano tiene opacados como contrapunto a la evolución, pero hasta hoy no lo había vivido.
Sucedió por la mañana. Benito llamó a la puerta. Pasaba cerca y se le ocurrió que era buena idea visitarla. Sabía que Andrea se levantaba temprano y se ponía a trabajar enseguida. No quería interrumpirla, pero conocía su costumbre de hacer una pausa para desayunar sobre esa hora. Llevaba unos churros que acababa de comprar. El paquete aún estaba caliente. Ella lo recibió encantada y se dispuso a preparar café para los dos.
Gus miraba a Benito con una desconfianza inusitada, no se acercó a frotarse con sus piernas, como solía hacerlo. Él intentó alargar la mano para acariciarlo, pero el animal evitó el contacto refugiándose bajo la mesa de la cocina. Cuando perseveró en el intento, el gato huyó a la carrera y se ocultó en algún rincón alejado, hasta que Benito se marchó. Andrea se extrañó de su comportamiento, era la  primera vez que sucedía algo así, aunque decidió no darle más importancia al asunto.
A media mañana el teléfono rasgó el aire con su estruendo insolente. El día se convirtió para ella en la espiral líquida que se forma en un sumidero y que arrastra todo a su paso. Entonces supo que Gus había percibido la sombra horrible que acechaba a su amigo. 



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