La muchacha del ambigú
No pasaba de los quince años y tenía el desparpajo de las tenderas del mercado. Despachaba chucherías y palomitas, que desprendían su aroma inconfundible, con una sonrisa mientras no paraba de hablar. Sabía ofrecer el género que se exhibía tras un mostrador acristalado. Aquel expositor representaba la frontera que ella gobernaba y que nos separaba del soñado paraíso de azúcar y sal. Pero a mis doce años ya había hecho otros descubrimientos y no solo me tentaba la desmesura de aquellos manjares. Ella, Martita la del ambigú —como la llamábamos— me tenía loco.
El cine del pueblo era uno de tantos negocios familiares. El padre de Martita se había atrevido a arrendarlo para su explotación, después de varios años cerrado. No corrían malos tiempos entonces para disfrutar del séptimo arte en las salas. Ni siquiera los videoclubes habían comenzado a imponer su reino, tan efímero.
La madre de Martita ejercía de taquillera: una señora de temperamento áspero que estaba en las antípodas de su hija, en cuanto a carácter se refiere. La chiquilla había heredado del padre la simpatía que me tenía engatusado. La mujer, de luto perenne y con cara de pocos amigos, atendía de mala gana detrás de una ventanita minúscula. Era muy desconfiada y no soltaba nunca una entrada hasta que no disponía su importe a buen recaudo. A pesar de todo, representaba el alma del negocio y controlaba cada detalle con minuciosidad. Su marido, que a la vez oficiaba de proyeccionista, nunca fue demasiado dotado para las cuentas.
Pero Martita tenía lo mejor de cada uno de sus progenitores, y yo, a mis doce años, me enamoré. Bueno, yo y casi todos los muchachos que frecuentábamos el cine Imperial y sus aledaños.
En no pocas ocasiones tejí mis amores platónicos en el lienzo oscuro de un patio de butacas que olía a humedad, mientras me imaginaba el héroe que rescataba a la dama en apuros, que en mi ensoñación siempre tenía el rostro de Martita.
Aquel mismo año, cuando el curso escolar alcanzaba sus últimas jornadas con el calor de junio, un domingo por la tarde, al acudir a nuestra cita semanal en el cine, ella no estaba. Su hermano la había sustituido y atendía con apatía un ambigú que perdió para mí todo su encanto. Al salir de la sesión, alcancé a verla subida a un ciclomotor y abrazada a la camiseta ceñida de un muchacho mayor que yo. Decir que sentí un nudo en la garganta es poco. Qué dolor tan extraño me acometió por primera vez. Aquel día aprendí que en la vida, al contrario que sucedía en las películas que tanto me gustaban, escasean los finales felices.
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