Don Quijote

Cada día amanece con más cardenales que el Vaticano. Su oficio secreto de superhéroe sin superpoderes le trae por la calle de la amargura. Tal vez fue la sobredosis de cómic que sus pupilas devoraron durante la adolescencia lo que le llevó a dedicarse a impartir justicia en los ratos libres que le permite su oficio de ayudante de contable en unos almacenes. Aunque sus compañeros de trabajo siempre lo han visto como un tipo raro, no pueden ni imaginarse su doble vida.
Cuando anochece, recorre las calles para enfrentarse a lo peor que se encuentra: yonquis desarrapados que trapichean por los parques, prostitutas reumáticas que se funden con las esquinas y algún que otro niñato que se dedica a cargarse el mobiliario público por el mero hecho de entretenerse, confundiendo, entre los vapores etílicos del botellón, la lucha social con el vandalismo.
De sus andanzas no sale nunca bien parado y no es extraño verle rodar por el suelo entre el griterío de la bronca que se forma cuando trata de actuar. Después de los golpes que recibe, vuelve con la dignidad que le queda a su piso alquilado. Entonces se mete en la ducha para que el agua tibia calme su sed de venganza. Por las mañanas desayuna café solo con ibuprofeno, y con el ánimo renovado se enfrenta a una nueva amenaza que no es otra que moverse en el decorado anodino de su existencia más gris.

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