El palmero

Me quedé un poco desconcertado cuando oí por primera vez, y por casualidad, referirse a él con ese apodo: el Palmero. Lo cierto es que llevaba poco tiempo en la empresa, y mis compañeros de trabajo no tenían aún la confianza suficiente para contarme todo lo que allí se cocía, que no era poca cosa. Pronto descubrí que el Palmero siempre acompañaba al jefe, incluso contaban algunos —entre sonrisas irónicas— que también al baño. Se reía de sus chistes malos y aceptaba por buenas todas sus decisiones por disparatadas que fueran. No dudaba, si se daba el caso, en señalar con el dedo a algún compañero que no guardaba tanta lealtad como él a los principios impuestos en la empresa. El Palmero vivía feliz, ajeno a los odios que iba coleccionando día tras día a su espalda. 
El destino, favorable o no según la posición en la que uno se encuentre, decidió cambiarlo todo. Un infarto terminó con la vida del jefe y con el reinado del Palmero. El hijo del antiguo propietario, que heredó la empresa, tenía otra visión de las cosas muy diferente de las de su padre. Además, le gustaba actuar solo, sin la compañía del pelota de turno. 
Siempre oí decir que hay perros fieles que mueren a los pies de la tumba de su amo, pero nunca creí que eso pudiera suceder también con algunas personas. Al Palmero se lo encontraron fiambre junto al nicho de su jefe. Dicen que no superó el verse degradado a conserje y luego a ayudante del servicio de limpieza, pero yo más bien creo en la teoría de la fidelidad canina.

Microrrelato del libro Tornillería surtida (descargar obra completa).

Imagen de freevectorsnet en Pixabay

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