Cuando el hambre me despierta, de pensarte se me hace la boca agua.
Tal vez es cierto síndrome de abstinencia o el resultado de unos dados lanzados por la mano del otoño.
Me levanto, voy a la cocina y abro la despensa: solo hay un frasco a medias de besos en su jugo sobre una balda cubierta de polvo.
El olor desagradable y una nata verdosa le dicen a mi instinto que el ayuno no es tan malo. Entonces pliego el deseo y vuelvo a la cama con el ruido de tripas vacías como banda sonora del resto de la noche.
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