Pessoa

En la terraza del café A Brasileira, en el famoso barrio lisboeta de Chiado, pasa los días Fernando Pessoa. Admite en su mesa, sin cambiar el gesto, a cualquier persona que quiera sentarse un ratito con él. Fue un gran tertuliano, pero ahora no habla nada de nada. Deben ser cosas de la inmortalidad.

Víctor Manuel Jiménez Andrada

Interpretaciones

—¡Papá, papá, ahí viene la ramera!
El hombre se puso pálido. El parque estaba lleno de gente y el niño llamaba su atención a gritos. Se giró muy despacio y, efectivamente, por allí pasaba una mujer que vendía ramitas de romero.

Víctor Manuel Jiménez Andrada

Rosi

Recuerdo a Rosi. Tenía el pelo corto y muy rubio, los ojos azul cielo y los labios gruesos. Era alta y estaba entradita en carnes. Aparentaba mucho más de los trece años que en realidad tenía. Aquel verano caluroso se empeño en ensañarnos a besar. Ávidos de nuevas experiencias, Rosi probó todas las bocas. Mi fortuna fue discreta porque sólo me dedicó un leve roce de sus deseados labios. Al menos podía presumir, a mis catorce años, de haber besado a una chica.
Por aquellos largos días, el cisne de mi niñez cantaba su agonía.
Cuando llegó septiembre, Rosi se marchó a Sevilla y nunca más volví a saber de ella.

Víctor Manuel Jiménez Andrada

El asesino

Muchos han sido los asesinos despiadados a lo largo de la historia, pero ninguno como el italiano Rocco "Walter" Torrebruno Orgini, más conocido como Torrebruno. Llegó a España a finales de los años cincuenta y pronto se hizo con un puesto privilegiado en los medios de comunicación, desde los que controlaría sus actividades delictivas. Cientos de niños y niñas fueron víctimas de sus ojillos pequeños e inocentes y su voz aterciopelada. A principio de los ochenta, centró sus crímenes en las mañanas de los sábados, en las que reunía un buen grupo de pequeños al grito de “Tigres, leones, todos quieren ser los campeones”. Torrebruno desapareció en 1998 tras un fallido número de ilusionismo del mago Juan Tamariz.

Víctor Manuel Jiménez Andrada

Curiosidad infantil

Audrey Hepburn y George Peppard se abrazaban, con desesperación, bajo una intensa lluvia en un callejón de Nueva York. Apenas salieron las letras, la pequeña lo miró y de forma inocente le preguntó:
—Tito ¿tu nunca te has enamorado?
El tío la observó con asombro. Percibía en la pregunta cierta picardía mezclada con curiosidad infantil. Él era el único soltero de cinco hermanos y ya pasaba de los cuarenta y cinco años.
Pensó por un instante y recordó que una vez estuvo enamorado. Pero no, no fue amor. Si lo hubiera sido, en la locura que envuelve el sentimiento, hubiera abandonado todo por ella y no lo hizo. Quizás ahora le pesaba, pero entonces venció la razón. Sus relaciones posteriores fueron caprichos efímeros. ¿Amor? No, nunca hubo amor.
La niña seguía mirándole, con los ojos muy abiertos, esperando la respuesta de su tío.
—¡Qué cosas tienes, criatura! —fue todo lo que dijo, mientras echaba mano a la cartera para convidarla con un billete de cinco euros, como si así pudiera comprar la voluntad de la pequeña y evitar su curiosidad.

Víctor Manuel Jiménez Andrada

Los artistas

Pablo José ha cruzado el Atlántico para tocar en el paseo marítimo una pequeña pandereta. Claro, que esa no era la idea, pero cuando el trabajo empezó a escasear no quedó más remedio que buscarse la vida de alguna forma. Su primo Arcadio toca el acordeón. No lo hace bien aunque al menos se defiende. Pablo José luce un ridículo gorrito de paja que le viene pequeño y baila de forma grotesca al ritmo de las notas discordantes. Parece un viejo monito de circo. No nació para ser artista.
Frente a ellos, en la terraza acogedora de un restaurante, los turistas devoran con frenesí pescado recién cocinado y se empachan de sangría helada. Un hombre, con cara de jabalí amenazante, los mira con desprecio, toma la servilleta, limpia de su barbilla la grasa que le escurre, llama al camarero y le dice algo.
El servil empleado se acerca a Pablo José y a su primo y los invita a marcharse. Lo cierto es que están en la calle y no tienen obligación de obedecer, pero sumisos y cabizbajos se retiran a otro sitio donde continuar su trabajo. Parece que hoy no es su día.

Víctor Manuel Jiménez Andrada