La muchacha del ambigú
No pasaba de los quince años y tenía el desparpajo de las tenderas del mercado. Despachaba chucherías y palomitas, que desprendían su aroma inconfundible, con una sonrisa mientras no paraba de hablar. Sabía ofrecer el género que se exhibía tras un mostrador acristalado. Aquel expositor representaba la frontera que ella gobernaba y que nos separaba del soñado paraíso de azúcar y sal. Pero a mis doce años ya había hecho otros descubrimientos y no solo me tentaba la desmesura de aquellos manjares. Ella, Martita la del ambigú —como la llamábamos— me tenía loco. El cine del pueblo era uno de tantos negocios familiares. El padre de Martita se había atrevido a arrendarlo para su explotación, después de varios años cerrado. No corrían malos tiempos entonces para disfrutar del séptimo arte en las salas. Ni siquiera los videoclubes habían comenzado a imponer su reino, tan efímero. La madre de Martita ejercía de taquillera: una señora de temperamento áspero que estaba en las antípodas de su hija,...