Eligió la noche de bodas para hacerlo. Él estuvo muy apasionado, era su primera vez. Cuando se retiró exhausto, su cónyuge le arrancó la cabeza de certero tajo y se bañó en su sangre. La pobre mantis volvía a enviudar, pero no podía evitar esas manías.
Programaron su ejecución para primera hora de la tarde. Lo arrancaron de su encierro. Había mucha gente y un ruido ensordecedor. Sintió miedo, no sabía a qué se enfrentaba y se defendió como pudo. Quince minutos más tarde, un mamarracho disfrazado con un ceñido traje de lentejuelas le reventaba las entrañas con un estoque. Lo último que pudo oír, fueron aplausos.
Todos sabían de su disciplina, seriedad y orden. Reflexionaba cada una de sus decisiones en la vida privada y en la profesional. Un buen día, al tomar una taza de chocolate caliente, se abrasó la lengua y se manchó la camisa. Desde entonces, ya no es el mismo.
Pasaba cada mañana junto a ella. Le encantaba aquella rosa del jardín, pero nunca se atrevió a cortarla. Cuando por fin se decidió, se le habían adelantado.
Vacié el cargador sobre su cuerpo. Primero en la espalda, a traición, y cuando estuve cerca sobre el rostro. Cayó al suelo y se levantó con una sonrisa. —Ojalá todas las guerras fueran con pistolas de agua —me dijo mientras me besaba con ternura.