Ahora que la tarde se derrumba en el soliloquio de mis ojos, cuando parece que la punta del dardo yerra en la diana de la carne, detengo la arena de los relojes para respirar hondo el aroma que desprenden estos anaqueles. Palabras que no traicionan aguardando, como Lázaro en su tumba, que la mirada del resucitador se pose sobre ellas. Es entonces cuando surge el verdadero hechizo que nos hace levitar más allá de estos muros. Las páginas se transforman en las alas del Pegaso que salvo a un tal Bukowski, y a tantos otros, y que me salvarán a mí de estas cadenas de ignorancia que me llagan los tobillos. Palabras que no traicionan, atemporales y eternas, custodiadas en este templo de dioses inmortales. Afuera la noche canta su preludio, pero yo estoy muy lejos: viajo sobre una nube de letras más allá de mí.