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Mostrando entradas de octubre, 2012

La conquista

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Cristóbal Colón, retirado del oficio de navegante fracasado y cartógrafo de poca monta, camina tranquilamente por la orilla del Guadalquivir. Su escasa hacienda le permite vivir a duras penas, pero no piensa en ejercer ningún otro empleo y prefiere mendigar a doblar la espalda. El paseo le lleva a las afueras de Sevilla, siguiendo el margen del río. Se sienta en una piedra a contemplar el curso tranquilo del agua. Es octubre, pero la temperatura es agradable a esa hora de la tarde. De repente los ve aparecer. Varias decenas de extrañas embarcaciones remontan el cauce en dirección a la capital. Son barcas alargadas y estrechas, dirigidas por pequeños hombres de torso desnudo y cobrizo y largos cabellos. Visten raros ornamentos plumíferos y coloridos taparrabos. La embarcación de cabecera se dirige a él. Cristóbal se pone en pie y queda paralizado por el miedo. Llegan a la orilla y se bajan de la barca haciéndole gestos amistosos. Le muestran varias cajas grandes de cartón en las que...

El pan de los vencidos

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El miedo convertía sus palabras en leves susurros.Corrían malos tiempos para los vencidos. A la caída del sol y con el toque de queda, los soldados arrancaban de sus hogares a decenas de personas que, como ratones indefensos, se ocultaban en los agujeros más infames con la esperanza de vivir una noche más. Había que pasar desapercibido. Dos hombres compartían poco más de media botella de vino recio alrededor de una mesa. La habitación era miserable, carecía de ventanas y rebosaba humedad y suciedad. Se iluminaban con una gastada vela. Maldecían entre dientes y ahogaban su impotencia en falsas esperanzas. El hambre merodeaba sus hogares. No había pan para los hijos de los traidores. El robo se pagaba con la vida, pero había que arriesgarse. No era lo mismo buscar la muerte que la muerte los encontrara humillados y cruzados de brazos. Así, cada dos o tres noches, se echaban a la calle y amparados en las sombras alcanzaban las primeras huertas. En saquitos de tela metían ...

El ciego

En el paso subterráneo, entre los Jerónimos y el monumento a los Descubridores, tiene su hogar y su trabajo un hombre ciego. Cuando llega la mañana se levanta de su lecho de cartones y, con mucho cuidado, sale al parque cercano. Se lava en la fuente lo mejor que puede y regresa enseguida al túnel. Canta dulces melodías con una voz sorprendentemente juvenil. Un buen puñado de antiguos fados nutre su repertorio. Clava los ojos vacíos a un cielo invisible para los que solo vemos una cúpula de ladrillos sucios y gastados. La voz del viejo se extiende por todo el paso en un amable eco y navega a los buenos tiempos de la juventud perdida. De vez en cuando, el sonido metálico de una moneda que cae en la lata que tiene a sus pies le hace sonreír. Una vez lo quisieron ingresar en una residencia de ancianos, pero se negó a hipotecar la libertad por una cama blanda y un plato de sopa caliente.   Víctor Manuel Jiménez Andrada Publicado en LB n. 0 

Un trozo de carne

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  Era un hombre poderoso, rico e inteligente. Paseó su talento por medio mundo, despertando admiración y envidia. Un buen día, en un safari en Kenia, se rezagó del grupo y se perdió. Con el primer ser vivo que se encontró fue con un león. Aquel hombre tan importante pasó a ser una mera ración de carne, de más bien poca calidad comparada con las tiernas gacelas.   Víctor M. Jiménez Andrada Publicado en AVP 24/9/2012

Carreteras secundarias

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Hoy, el navegador me ha hecho recorrer seis o más veces la misma rotonda. Insistía en dirigirme a una carretera que estaba cortada por obras. Creo que en la vida sucede lo mismo, en muchas ocasiones damos vueltas a algo sin encontrar la salida, por más empeño que le pongamos. Al final decidí aventurarme por un laberinto de carreteras rurales, estrechas y mal asfaltadas. Dicen que la meta aguarda tras el camino más difícil, pero me perdí en un racimo de cruces sin señalizar. Es terrible oír la voz metálica y repetitiva del navegador: “Gire cuando sea posible”. Eso hubiera querido yo, girar, pero ya no había manera, me había metido hasta el cuello en aquel embrollo. Así estuve durante más de media hora, y cuando mi paciencia comenzó a hundirse sin remedio, la mano anónima y amiga de un camionero local me sirvió de guía, para demostrarme que la ayuda puede venir de la forma más inesperada. Me hubiera gustado abrazar a aquel hombre, pero no tuve la oportunidad. Lo seguí durante varios k...

El curso del 91

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Esto está muy oscuro. Creo que ya nadie se acuerda de mí. Yo, que siempre estuve en el centro de los mejores acontecimientos. Pero ahora, miradme, aquí olvidado en una caja de cartón en el fondo del trastero, con un montón de cacharros inútiles de aquella época y de otras anteriores. El curso del noventa y uno fue fabuloso. Teníais que haberme visto. Llegué a aquel piso de estudiantes de forma casual. Compraron varias botellas en el supermercado de la esquina para celebrar el reencuentro entre ellos y el tendero me regaló. Aquellos chicos fumaban mucho y siempre me tenían lleno de colillas. Bien hice mi oficio durante los meses que estuve allí. Alguna vez, cuando ya se derramaba la ceniza por mis bordes, un alma caritativa me vaciaba y me pasaba bajo el refrescante chorro del grifo de la cocina. Fui el mejor compañero de estudios, de tertulias y también de fiestas, porque todos recurrían a mí los viernes y sábados por la noche, cuando en el piso se juntaban más de veinte personas. E...

El tren

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Nunca supo si aquel tren era el primero de la mañana o el último de la noche. Según la época del año, a esa misma hora podía brillar el sol o reinar la más absoluta oscuridad. Pero él seguía su costumbre invariablemente, aunque ahora, con los pies lastrados por los años, le costaba más trabajo apearse y subir en cada estación.    Víctor M. Jiménez Andrada Publicado en AVP 11/sep/2012