Hostal Maravillas

La habitación rezuma cierto olor a repollo cocido que se percibe bajo el manto denso del ambientador industrial. La cama, de noventa, tiene el colchón hundido por el peso de muchos cuerpos; más parece una tumba antropomorfa, que no deja de ser un lugar destinado al descanso. Al menos las sábanas están limpias, o eso aparentan.
Los rayos del sol de una tarde que canta su agonía se cuelan para delatar miles de partículas de polvo, que en vuelo azaroso brillan como el confeti de la fiesta más triste.
Han ahorrado durante dos semanas para alquilar la habitación por una noche que le proporcionará la intimidad imposible de conseguir en ningún otro rincón, por oculto o sórdido que fuera. Poco les importa que el baño sea un cuartucho compartido que apesta a orines al final del pasillo. Llevan una provisión suficiente de pañuelos de papel y de toallitas húmedas para asearse sin necesidad de salir.
Uno, con las manos temblorosas, busca en el dial de una radio desvencijada que reposa en la mesita de noche una emisora musical. La pone bajito, para que ningún huésped delicado rompa la magia con una reclamación inoportuna. El otro saca de la mochila dos latas de cerveza bien frías, que le han comprado al vendedor ambulante de la esquina, y las coloca con cuidado sobre un escritorio cojo que nunca ha vivido tiempos mejores. Interpretan cada uno su papel en un preludio bien ensayado.
Luego se sientan en el borde de la cama, se miran en silencio, se sonríen con timidez y beben cerveza a sorbos cortos mientras contemplan con desgana el cuadro desvaído de un paisaje marino que cuelga torcido en la pared. Esperan con cierta impaciencia a que llegue el momento tan deseado.
Llaman a la puerta. Tres golpecitos casi inapreciables, silencio y otros dos golpecitos, silencio y un golpecito más. Es la contraseña pactada. Se incorporan los dos a un tiempo. Una amalgama de miedo y emoción fluye por sus venas. Se abrazan antes de abrir la puerta, a modo de celebración anticipada y espontánea.
El intercambio es muy rápido y a penas ven su rostro, que cubre la sombra de la capucha que no se ha quitado en ningún momento. Un fajo de billetes pequeños por una bolsa de plástico que ni siquiera examinan para comprobar su contenido. No lo hacen hasta que no vuelven a sentarse en el borde de la cama, con la puerta bien cerrada.
Sacan el libro. No les han engañado. Es uno de los pocos ejemplares que se salvó de la quema. Durante las próximas horas podrán leer los textos prohibidos y tomar anotaciones antes de destruirlo para que no les condene, como ha condenado a tantos.

Convención de ventas

Hay una convención de vendedores en la playa. Aparcan sus «vehículos» junto a la orilla. Las carretillas de mano, de las que se usan en las obras, se convierten en el medio ideal para transportar por la arena las pesadas neveras de corcho cargadas de latas y botellas. Charlan un rato, todos parecen de la misma familia. Luego se despiden con efusión y cada uno toma su camino. Mientras empujan las carretillas bajo el sol abrasador de julio, tocan el silbato para llamar la atención y a veces pronuncian sus monótonas arengas comerciales. Un tal Miguel lleva la voz cantante. Los demás han tomado la ruta que les ha indicado. Nadie sabe, ni siquiera su madre, que echa la buenaventura cerca del puerto a los turistas, que para él será el último día de su vida.

Al caer la noche se implica en una reyerta por defender a un primo metido en un asunto de drogas. Hablan las navajas y las pistolas en un combate desigual.

Una semana después otros brazos llevarán la carretilla. Su madre traspasará el negocio. Las lágrimas son inútiles contra el hambre. A Miguel ya todo le dará igual.

El pálpito del castro

Estas piedras de mis ancestros
permanecen en la colina.
Sobre la tierra erosionada
late la Historia (la de siempre).
 
Pasado que regresa
si el canto suave de la brisa
me acaricia con olor a hierba.
 
Una vez por allí corretearon
niños; y las madres lloraron
cuando marcharon a la guerra,
para no volver nunca
o para volver con la inocencia
mordida por la sangre de otro hombre.
 
Tiene el lugar algo de sagrado,
algo de templo,
un vuelo de libélula
más allá de la fe.

Ficciones

Cada noche salía al campo para hablar con los muertos. Recorría los caminos iluminados por la luna. Nunca llevaba linterna, para no espantar a los espíritus. Esa costumbre le acarreó más de un tropiezo, pero el riesgo merecía la pena. Cuando percibía cualquier sonido se llenaba de esperanza. No tardó en aprender que la madrugada está plagada de criaturas que comienzan a vivir en el ocaso. Distinguía perfectamente la presencia de cualquier animal que merodeara por los alrededores. Jamás encontró muertos, aunque insistió hasta que, viejo y cansado, no pudo continuar con sus paseos nocturnos.

En los últimos años consiguió una especie de contacto onírico con sus ancestros. Sin necesidad de salir a buscar, las voces se agolpaban en su cabeza. Al amanecer escribía todo lo que recordaba de aquellas largas conversaciones.

Cuando murió, su hijo halló varios cuadernos con un material muy interesante. Meses después, un lujoso volumen recogía los textos de su padre. Fue un éxito de ventas y el hombre consiguió cierta fama póstuma. Aunque tal vez él no hubiera estado de acuerdo en que su obra apareciera en los anaqueles de ficción.

Eco que se desvanece

Miserables los que vacían
el odre viejo
cuando pasean su riqueza.
 
Otros, con los bolsillos descosidos,
guardan en sus pupilas
la sonrisa del sol naciente.
 
La gloria, como el eco de campana,
es efímera en el desierto
del almanaque.
 
{Vamos, hermana,
no te detengas
a contemplarles}.

 

Superposiciones

Los fuegos artificiales iluminan el cielo despejado. Cerca de allí, el campo aparece sembrado de cadáveres deformes. En unos segundos todo cambia. No hay color gris para los muertos, ni ningún color. Poco importa ahora tratar de señalar culpables. Pierden los que han sido segados por la guadaña implacable.

El eco de la música sobrevuela los gritos de los heridos y el sonido de las sirenas. Miles de almas celebran en ese momento la noche mágica, mientras el horror, al otro lado de la colina, parte los ánimos más firmes como si fueran cañas secas. Quizás en algún rincón se espera a alguien que no acudirá. Será la hora de las llamadas sin respuestas. Mañana no habrá esperas, pero hoy la ignorancia es el mejor elixir para el corazón, al menos hasta que la noticia corra como un reguero de pólvora.

Cuando el sol regrese, los diarios de la mañana se poblarán de fotografías macabras como si todo formase parte de un espectáculo. La vida seguirá con su latido constante para aquellos que tuvieron la fortuna de no encontrarse con el rostro de cuencas vacías.

El arte de resucitar

{Flor que nace del tronco muerto,
suspiro de la lluvia
     sobre un corazón de lija
o un verso acertado
     del último de los poetas}
          ↓
La vida brota inverosímil.

Aunque las piernas pesen como plomo,
seguimos adelante
regados de promesas.

Ego te absolvo

Desde el principio aquella cara le resultó conocida. «No es posible», pensaba. Se había marchado de allí con dos años. Su familia había muerto en oscuras circunstancias y un tío suyo se hizo cargo de él. Muy joven encontró la vocación y en cuanto tuvo la edad ingresó en el seminario. Había regresado a su pueblo natal como nuevo párroco, después de ordenarse y de varios años en las misiones. «Es la voluntad de Dios», se repetía en sus oraciones.

Los ojos de aquel viejo le eran muy familiares. Había algo en ellos que le daba miedo. Era una sensación extraña que no podía relacionar con nada, pero que le producía una honda inquietud.

El anciano, como buen devoto, fue a confesar una tarde. Entonces se despejaron todas las dudas. El hombre descargaba su conciencia a la vez que él cargaba el alma con pesadas alforjas. El secreto de confesión lo libraba de la justicia humana, pero no podía protegerlo de la sed de venganza.

Una noche, una patrulla de policía encontró al párroco en un apartado callejón cosiendo al viejo a puñaladas. Cuando lograron detenerlo, el hombre había muerto. Esposado y camino al coche de policía, el cura solo acertaba a decir: «Ego te absolvo...».

Altar de ofrendas

Hay un afán por dejar rastro
  {una piedra en un montón,
  algún verso copiado,
  unas flores de plástico,
  una fotografía desvaída
  o la muda de la serpiente
        que en realidad somos}.

Formamos relicarios
de suplicios y alas rotas.

Encomendados a lo que no existe,
esperamos algún prodigio
que nunca llega.

Pavesas

«Tengo tantas dudas... pero lo deseo con toda mi alma», el muchacho meditaba en voz alta dentro de su habitación. Estaba desnudo y sus manos nerviosas jugueteaban con las filigranas de la reja de hierro que protegía la ventana. El sol de última hora de la tarde bañaba su piel y ofrecía un dibujo extraordinario de claroscuros, como si fuera un capricho del más diestro de los grabadores.

Se estremeció cuando sintió un aliento cálido sobre su cuello, pero movió la cabeza al lado contrario para recibir sin trabas unos labios ávidos de su carne. Se giró y con los ojos cerrados abrazó a aquel ángel al que siempre se había empeñado en rechazar.

Luego la luna los bendijo con su luz balsámica durante la madrugada, hasta que se quedaron dormidos de puro agotamiento.

Con la primera claridad del alba, un fuerte golpe les despertó. Alguien había abierto la puerta con violencia. Frente a ellos, una mirada infectada de odio recorrió los rincones del lecho compartido. El reino de la sangre y de las cadenas brotó entre las grietas y la sentencia se cumplió antes de que el gallo cantara por última vez.

Bosque

Las raíces asoman
como niños traviesos
en los días de fiesta;
los troncos se visten de musgo,
piel animal que los abriga
  {acarícialos sin temor
  y siente cómo se estremecen}.
 
Vida sobre la vida,
la teoría de los fractales
en el alma del bosque.
 
Aquí no es inerte ni la roca.

Males menores

El cielo se tiñó de gris. No tardó en reventar. El parque se convirtió en la peor opción para el primer encuentro. No había forma de salir de casa con semejante tromba de agua. La calle inundada pronto se convirtió en un río de lodo que arrastraba todo a su paso. La muchacha recorría nerviosa la sala de estar. Miraba a través de los cristales y no acertaba más que a otear la oscuridad que se ceñía a los contornos de los edificios. Decidió llamarlo, pero no respondió. La voz monótona se le clavó como un puñal: «El teléfono al que llama está apagado o fuera de cobertura». Los viejos presagios volvían a su mente. Ahora, que todo parecía cambiar, la inoportuna tormenta anegaba sus esperanzas. Tras pensarlo mucho decidió no ir a la cita, aunque intentó sin fortuna hablar con él durante el resto de la tarde.

La mañana siguiente amaneció radiante. En el periódico, junto a la noticia del temporal aparecía otra que anunciaba la detención de un psicópata que había aterrorizado la ciudad en los últimos meses y al que se le atribuían no menos de cuatro víctimas. La muchacha no relacionó las dos noticias ni llegó a saber la suerte que tuvo hasta que la avisó la policía para declarar: varias llamadas suyas aparecían en el teléfono de aquel individuo.

Polvo esencial

El polvo del camino
o la esencia necesaria
que impregna la piel del caminante.
 
Polvo que ensucia
la ignorancia con la que nacemos
cuando un viento caprichoso
lo levanta del suelo
para obligarnos a cerrar los ojos.
 
Entonces,
a ciegas recorremos
nuestro paisaje interior
y verdaderamente
comenzamos a caminar.

Trastos rotos

En el fregadero de piedra rebosan los cacharros sucios: platos, vasos, sartenes y cubiertos se mezclan sin orden en los dos senos, entre restos de alimentos mohosos. Un viejo estropajo en un rincón parece aguardar con pesar la que se le viene encima. Del grifo cae una gota que choca contra una cacerola metálica y provoca un martilleo que llega a ser insoportable. Entonces me pides una explicación. Me levanto con tranquilidad, agarro un mazo muy pesado y avanzo por la cocina, decidido. Golpeo con furia. Los trozos de loza saltan entre las cacerolas abolladas. Tarareo una antigua tonada para acompañar el estruendo. Intentas detenerme, pero evito tus brazos sin brusquedades. Sigo a lo mío hasta que el entorno queda irreconocible. Luego vierto un bidón de gasolina sobre las ruinas. Arrojo una cerilla, salimos de la casa y esperamos a que las llamas asomen por las ventanas. Cuando llegan los bomberos el fuego ha hecho su trabajo. Estamos cansados y empapados en sudor, pero la felicidad nos corona. Sonreímos y nos besamos. Miramos atrás por última vez y huimos de allí de la mano, tal y como llegamos aquel primer día que ya se hunde en el olvido.

La paradoja de los cementerios

Los cementerios clavan sus entrañas
en las afueras de los pueblos.
Exilio inevitable de los muertos
que peregrinan para huir
de los que viven,
de los que pueden hacer daño
con dedos afilados
por la piedra del odio.

Un muro los separa
o un simple mosaico de lápidas
cuando el pueblo, en su afán de crecer,
indiferente los abraza
   {así lo he visto
   en ciertas parroquias gallegas}.

Son templos de silencio
y refugios de anhelos
en las noches sin luna
a la ribera del camino.

El suplicio

La mujer se detiene. Sus manos continúan sobre la palanca que acciona el mecanismo. Me observa un instante. Lo peor de todo es su gesto: no transmite odio ni dolor, tiene una expresión casi amable, se diría que de ternura. Si al menos hubiera conseguido que me aborreciera podría explicar lo que de otra forma no tiene sentido.
 
Se gira y da unos pasos. Su belleza entre la penumbra me conmueve. Toma una botella llena de agua y bebe con tragos largos. Se vuelve y derrama sobre mi rostro un poco del líquido que ha sobrado. Esa chispa de misericordia me confunde aún más. Después arroja la botella contra el suelo y el sonido de los cristales rotos retumba en los muros. Regresa a su posición y agarra la palanca con firmeza. Me dedica una leve mirada, intuyo en su boca un amago de sonrisa. Pone en marcha la máquina. Las cadenas se tensan y mis extremidades se estiran con violencia. Siento que voy a partirme. Mis gritos se ahogan por los rincones de este lugar siniestro. Puedo oír el crujido de mis huesos. Unas lágrimas asoman a sus ojos, pero, para mi desgracia, sigue con su tarea sin descanso. En el último instante de conciencia, la imagino besándome en los labios.

Unicornios en el valle

Arrepentirse no vale de nada
cuando la encrucijada
se ha dejado atrás.

Nos queda seguir adelante,
aunque sea sin la promesa
de encontrar unicornios
pastando en el valle.

¿Sabríamos reconocerlos?
Cuentan los viejos
que no es tan sencillo
como parece.

Las dudosas virtudes de soñar

Una diosa de belleza sublime los bendecía bajo un cielo despejado de incertidumbres. Ellos, en el centro de un huerto preñado de aromas, mordían la carne inagotable de las frutas más deliciosas, mientras sonaba una música que no podía haber compuesto ningún ser humano: solo los ángeles sabían interpretar aquella partitura escrita en el fondo de un lago transparente.

Les gustaba soñar con una vida mejor. No corrían buenos tiempos y con eso aliviaban un poco el peso de una existencia miserable que los había arrastrado por los caminos de la infamia. Pero para soñar debían tener los párpados cerrados y nunca llegaron a conocer las maravillas que alguna vez acontecían frente a sus ojos inútiles: el brillo fugaz de la realidad palpable o la esperanza que asomaba detrás de las tapias ocres del dolor.

Cuando un día decidieron despertar, tal vez alentados por el canto fugaz de un pájaro, solo consiguieron ver cómo se perdía en el horizonte el contorno del último tren. Entonces no les quedó otro consuelo que cerrar los ojos para volver a soñar.

La magia de la geometría

Caminamos, volvemos al principio
tras recorrer el laberinto:
ecosistema cíclico
que nos sostiene.
 
«Polvo eres...»,
predica el libro sagrado
del Génesis.

Sin embargo, no hay retorno
al minuto que muere
   {nos movemos en un binomio
   espacio/tiempo irrepetible}.

Caminamos tal vez en círculo
o a ningún lugar
o al principio↔fin.
Poco importa, después de todo.

Práctica de anatomía

—¿Qué cara quieres que tenga? ¿No ves que estoy muerta? —dijo la vieja.
 
Eran sus primeras prácticas de la asignatura de Anatomía y lo pasaba mal. Creía oír las voces de los cadáveres. Le hubiera gustado comentarlo con alguno de sus compañeros, pero no se atrevió por miedo a que se rieran de él. Dos meses después, cuando ya había superado aquellos malos tragos, una bala perdida en un tiroteo entre unos delincuentes terminó con su vida.
 
***
 
—Claro que soy joven, estudiaba primero de Medicina cuando la palmé y ahora no veas lo que me aburro sumergido todo el día en este tanque de formol. Al menos, durante unas horas venís a visitarme...
 
La muchacha pensó que estaba loca. Cada vez que iba a la sala de cadáveres para las prácticas, aquel chico parecía comunicarse con ella de alguna manera.
 
—Eso nos pasa a todos al principio —le dijo el profesor cuando le expuso su problema—. Luego nos acostumbramos y solo atendemos a las voces de los vivos.