Hostal Maravillas
La habitación rezuma cierto olor a repollo cocido que se percibe bajo el manto denso del ambientador industrial. La cama, de noventa, tiene el colchón hundido por el peso de muchos cuerpos; más parece una tumba antropomorfa, que no deja de ser un lugar destinado al descanso. Al menos las sábanas están limpias, o eso aparentan. Los rayos del sol de una tarde que canta su agonía se cuelan para delatar miles de partículas de polvo, que en vuelo azaroso brillan como el confeti de la fiesta más triste. Han ahorrado durante dos semanas para alquilar la habitación por una noche que le proporcionará la intimidad imposible de conseguir en ningún otro rincón, por oculto o sórdido que fuera. Poco les importa que el baño sea un cuartucho compartido que apesta a orines al final del pasillo. Llevan una provisión suficiente de pañuelos de papel y de toallitas húmedas para asearse sin necesidad de salir. Uno, con las manos temblorosas, busca en el dial de una radio desvencijada que reposa en la mesita...